domingo, 14 de julio de 2019

¡Zanahoria! (Carrot!)


Llega el verano de manera repentina y como consecuencia, se marchará inexorable de la misma forma. Lo percibo en los amaneceres, en los atardeceres que, silenciosos, vaticinan la futura estación y en un ¡Zas!, estamos programando inconscientes la caída de un otoño entremezclado con el invierno.
El tiempo parece que se me echa encima. Los días se me antojan más cortos y la vida transcurre más deprisa.
De nuevo, me retraso en mis entradas. He tenido mucho trajín hasta la fecha y aprovechando la soledad y cierta lucidez mental, me pongo a escribir unas cuantas letras en torno a una de mis obras favoritas, de la cual mi imaginación se ha alimentado e inspirado desde el mismo día que comencé a ver la serie.

Invierno de 1988

Afuera hace frío, el característico frío seco del sur de Madrid. Mis hermanos trastean por las habitaciones, en casa. Mi madre se dispone a recoger la mesa y mi padre, se marcha a trabajar, sin antes decirme dirigiendo su vista a la tele:
Patricia, te va  a gustar.
Al escucharle, hago ademán de no cambiar de canal.
Después, él mira hacia los lados y se despide con un "hasta luego".
Cierra la puerta sin hacer apenas ruido.
Mi madre se queda en el sillón. Aborta la misión de recoger los platos y los restos de comida y pan desordenados sobre la mesa al ver por televisión la introducción de la serie Ana de las Tejas Verdes.
De repente llega mi hermana, que, muy apegada a mi madre desde el mismo día que nació, se sienta junto a ella.
Quietas, escuchamos el evocador comienzo en el pequeño y abarrotado salón.
A través de la pantalla, vemos una adolescente de cabellos anaranjados. Camina por el bosque, un bosque de...
Mi cabeza me lleva a otra parte.
Alejados del mediodía.
Soy consciente de que tengo tarea retrasada de sociales. Son las vacaciones de Navidad. Ese mismo año nos habíamos mudado.
No tengo amigos.

Las tres seguimos escuchando sin apartar nuestra mirada de la tele. Yo, más consciente después del lapsus mental causado por las preocupaciones cotidianas de una niña de diez años.
En la pantalla, la adolescente que camina por un bosque de olmos y lo que parecen abedules canadienses, está recitando un fragmento de un bonito poema de Tennyson, La Dama de Shalott.

Una blancura que fría se estremece
y una brisa suave y quejumbrosa
recorre esa ola que se mece
y a Camelot desciende temblorosa.
Cuatro murallas grises,
cuatro estandartes,
cuatro torres que esculpen en el cielo
el desgarrado llanto de las flores
y a la dama de Shalott el silencio cubre como un velo.
Luz trémula que bajo el cielo muere
y susurra la dama de Shalott
mientras sus recuerdos teje
en un paño de alegre color.
Ella teje de noche y de día
un mágico paño de alegre color
mientras escucha una voz que le susurra
que sobre ella, caerá una maldición
si mira hacia Camelot.
Ella ignora esa voz maldita
y sigue tejiendo sin cesar
aunque agoniza de dolor.
La Dama de Shalott.

Aún hoy, en mi cabeza resuena: el desgarrado llanto de las flores.
Como si las flores estuvieran situadas en un túmulo...

La muchacha pelirroja recorre sin perder de vista el texto verdes planicies, un aserradero, y bosques oscuros hasta que llega a la casa de la Señora Hammond que tiene tantos hijos como para hacer un equipo de fútbol y tras un serio rifirrafe porque ha llegado tarde,  causado en parte, por los argumentos inteligentes de la joven (Ana, en adelante) y porque también, la señora Hammond la percibe tan abstraída de la realidad, que quema el libro de Ana; el único amigo que la había acompañado a lo largo de su discreto recorrido.
Un comienzo con atisbos quijotescos.
Lucy Maud Montgomery  autora de Ana de las tejas verdes y de sus secuelas, fue una escritora canadiense que vivió a finales del siglo XIX y la primera mitad del XX.
 En varias ocasiones me he imaginado a la autora y a Kevin Sullivan leyendo a Don Quijote en diferentes momentos temporales.
¡Quién sabe!
Mark Twain dijo de Ana lo siguiente: la más querida y encantadora niña de ficción desde la inmortal Alicia.
No comparto del todo esta frase, puestos a comparar, es más interesante Ana, el personaje terrenal de imaginación desbordante que el de la universal y quimérica Alicia.
Para gustos, los colores.
Si el Sr. Twain levantara la cabeza...

Volvamos a la serie.
Sigo en el año 88, en el salón; Mi hermana se va con mi madre y mientras tanto, sigo atenta a la serie.
Después de aquella discusión con la Señora Hammond, viene la fatalidad, y con la fatalidad, se abre un camino de posibilidades y no exento de dificultades e inseguridades para la protagonista.
Ana es una huérfana preadolescente,  adoptada por  Marilla y Mathiew Cuthbert, dos hermanos solterones que han sobrepasado los cincuenta y necesitan un chico para los quehaceres de una granja, situada en la bonita localidad de Avonlea, en la Isla Príncipe Eduardo, próxima a Canadá.
Quiénes hayáis visto la serie o leído el libro, el resto es historia y no seré yo quién la vaya a destripar ahora 😅.

Ahora vamos al grano, al punto de inflexión, el más importante de la novela: cuando Ana golpea con la pizarra a Gilbert y todo porque él se siente ignorado por la chica nueva de la escuela.

¡Eh! ¡Tú! ¡Zanahoria! ¡Zanahoria!
Gilbert es el chico  popular de la clase.
Ana con un complejo de tres pares de narices dado por el color rojo de su cabello...Un complejo que le ha ocasionado más de un quebradero de cabeza. Después de un tirón de cabello y de escuchar reiteradamente la palabra "zanahoria" por parte del chico popular, ella estampa la pizarra de sobremesa en la bella faz del Sr. Blythe.




Y es entonces cuando Gilbert se da cuenta que ella no es como las demás, y Ana, sobrelleva un rencor difícil de contener y que la acompaña gran parte de la trama. Un orgullo permanente que me recuerda vagamente a Elisabeth Bennet.

Obnubilada tras terminar de ver la serie. Años más tarde, mi madre compra la colección completa de libros de Ana de las Tejas Verdes editada por Círculo de Lectores. En aquel verano, uno de los tempranos noventa, los libros son mis amigos. Al finalizar la lectura,  puedo confirmar que la serie es una adaptación, más comercial y un tanto caprichosa del productor.

En esta entrada, me he centrado en la Mini -Serie de 1985, ya que me parece que tiene más encanto y fue la primera que vi. La actual, es una versión más simbólica, para la chavalería de ahora no es cursi, son personajes poco idealizados... Pero puestos a elegir, me quedo con la protagonizada por Megan Follows y Jonathan Crombie.
No me llaméis Kitsch.

Me voy a centrar en Jonathan Crombie.
¿Por qué? Os preguntaréis. Porque le amé hace un tiempo.
Soy humana y amo muchos personajes, pero a Jonathan le amé hace unos años. Amé a la persona y al personaje.
Se supone que no se deben mezclar, pero los lectores y espectadores los mezclamos de manera irracional e inconsciente.
¿Quién puede separar a Vivien Leigh de Escarlata O´Hara? ¿Y a Joan Fontaine de Rebecca?
Pues es lo que pasa con este Gilbert, ha trascendido más allá de mi imaginación.
En ocasiones dispongo de una memoria externa, la cual me ayuda a categorizar los protagonistas y me saca del caos mental. En ella albergo personajes propios y ajenos.
Por ejemplo, mi mente visualiza juntos a Eyre y Rochester, a Fermín de Pas y Álvaro Mesía, a Pedro y Leopoldina...
Gilbert está un poco alejado de David Copperfield y cercano a Laurie (el de Louise Marie Alcott).

Jonathan Crombie fue un destacado actor canadiense. Tras la serie, se centró en el teatro y en la comedia.
Y le amé, pero en el momento menos oportuno.
No le amé cuando su personaje rescató a Ana del puente, tampoco cuando le declaró su amor. No le amé en las breves conversaciones. No amé su furtiva e intensa mirada oscura que se escabullía en la sombra de la duda. Tampoco le amé cuando enfermó gravemente.


Le empecé a amar desde el día que me enteré que el actor falleció. Hace unos tres años.

Ahora, vuelvo a ver la serie con otros ojos... Ojos de madre, de esposa, de la mujer imperfecta que ya no es una chiquilla y que aún recuerda a la niña y a la adolescente que vio y leyó por primera vez  Ana de las Tejas Verdes.
Veo al actor y al personaje, ambos vivos entre imágenes y palabras que perduran en este mundo tan material. La tecnología juega a mi favor, es como si Jonathan se escapara de otra dimensión y una máquina del tiempo nos trasladara a aquella época, sabiendo que aquellos momentos nunca volverán.

El cine y la televisión se han alimentado. La literatura ha sido y sigue siendo la diosa madre del cine.
Y viceversa.

Porque somos las melodías que escuchamos,
los libros que hemos leído.
Somos las personas que hemos conocido
y las películas que hemos visto.
Porque somos un cúmulo de experiencias,
las sensaciones que hemos sentido.
Somos las pinturas que hemos contemplado
y los artistas que hemos estudiado.
Porque somos las danzas que bailamos,
los movimientos acompasados.
Somos las personas que hemos sido
y las que no fuimos.

Los libros, amigos inseparables
Al final, de alguna manera, el escritor se alimenta de otros, es así, es como un círculo, es eterno. La eternidad está en nosotros y en ocasiones no somos capaces de ver su  riqueza que nos toca con sus dedos etéreos en un mundo de falso materialismo y de ansias exacerbadas por encontrar la aprobación en los demás de manera apremiante, sin antes, encontrar la propia. Ambos aspectos (lo eterno y lo superfluo) están en constante contradicción, son conceptos que nos rodean, totalmente opuestos y que se rozan; de ahí que no  podamos percibir lo eterno como algo perdurable y sin embargo, jugamos a construir falsos castillos de naipes sin bases sólidas, inconclusos...
Perdura la verdadera riqueza, lo que está en nosotros, en nuestras ideas realizadas y que son expuestas para compartir y mostrar que siempre fuimos eternos sin pretenderlo. Lo material se escapa delante de nuestros ojos, diluyéndose como la efímera e irrepetible espuma de las olas.

Pero en un mundo tan superficial, dominado por la tontería humana... Es difícil verlo.

Desde aquí, os recomiendo para el verano la lectura de Ana de la Tejas Verdes y sus secuelas. Es una obra maravillosa. Los lectores y escritores aprenderán y disfrutarán de la lectura.

Y a ti, mi valiente, incansable lector/a, te deseo un magnífico verano.

A la memoria de Jonathan Crombie. D.E.P./R.I.P.





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